Reclamabas atención para tu capacidad intelectual, artística.
Sospechabas que por ahí venía la cosa… hasta que un día te cansaste.

Desde ese tiempo hasta hoy, sin embargo, sólo has reordenado las letras de la palabra maternidad en tu frente. Y es una lástima no haber estado ahí. Verdaderamente estabas capacitada para eso.  Al menos para ejecutar la parte menos numerosa del acto…

Pero el problema estaba después –o antes-, en el uso deseoso de los verbos copulativos.

En fin, ojalá hayas tenido suerte y alguien sea capaz de leerle Rimbaud a tu abdomen.
Mientras tanto yo voy a seguir recordándote como eras, añorando todo lo que me hiciste feliz, revisitando la mueca sutil de tu enseñanza última.

Quiero decir, guardando una fe sombría en las cosas simples, y personales. Única. Algo así como escribir en una pieza, solo, sin nadie a quien pedirle que alce las palmas de las manos para aplaudir.
¿Habrá algún tipo de conexión entre la foto de Borges que sigue, y Max Brod decidiendo no quemar y -muy por el contrario- editar los papeles de su amigo Kafka?
Se me ocurre que sí, que hay algo revelador en esas dos caras de la que entiendo una misma moneda. Sin embargo en esta siesta agobiante de Córdoba se me hace imposible desarrollarlo. Quedará para después. Para cuando mi inconsciente ceda sus propias conclusiones trabajadas en silencio, y el calor se apiade de los pobres.

Mientras tanto, saquen sus propias conclusiones.



Villas

Un gran poema de uno de los mejores -sino el mejor- poeta argentino, Leónidas Lamborghini, de título: Villas.

Para disfrutarlo leído por el autor, cliquee acá. Para más lecturas y poemas, acá.
buceando en busca de información sobre sergio bizzio encontré la joyita que dejo aquí abajo. justo tiene mucho que ver con el post anterior. no sé si armando bo conocía este documental, pero tienen mucho en común. ya buscaré más data.





recomiendo mucho esta película. 

tiene más verdad que un librito de filosofía. guarda la humildad de los guionistas y el director, que nunca traicionan su personaje.

el que quiera puede hacer un paralelo con este texto . haciendo una salvedad: aquí no hablaba yo, sino el personaje frustrado de una novela que, contando esa peli, trataba de decir algo. en contexto. 
probablemente sientan que están llevando a cabo una cruzada contra lo mercenario en la academia. lo que parecen no haber comprendido es que la academia es "lo mercenario" mismo.



René Higuita, Pablo Escobar...*

Alguien los recuerda? Por supuesto. Bueno, vean un texto perfecto que habla de ambos. Imperdible.

Además -y por el mismo precio, señora!-, las genialidades de René y una canción que según las malas lenguas Carlitos Solari le escribía al "papi" Escobar. A su épica despedida.







* el título del post bien podría haber sido Cumbias y merengues crueles, otra vez. Pero era muy cotidiano, no?

Los trabajos prácticos, el lenguaje, Daniel Sada


1. Promesas sobre el videt. a) Voy a trabajar con citas nunca confirmadas en las fuentes, con citas guardadas y tergiversadas por mi memoria, digamos. Es probable que las equivoque o fuerce, sin embargo confío en que, de todas formas, arrojen luz sobre lo escrito y, en fin, sigan siendo literatura. b) Voy a intentar recomendar un autor sin haber leído la que se dice es su mejor novela y ni siquiera todas sus obras –amparado en la combinación bastante conocida de pobreza económica personal y falta de criterio bibliotecario o Ateneo-, confiándome a la calidad de lo sí leído y la preeminencia del escritor. c) Con todo esto como punto de fuga, voy a repetir una discusión vieja y gastada y, de todas formas, a intentar actualizarla. O al menos hacerla visible desde otro ángulo, y en cierta forma disfrutable como otro relato posible (¿acaso la crítica no es sólo otra de las caras de la ficción?).

2. Probablemente Borges fue quien dijo que todas las historias ya habían sido contadas por Homero, que en cierto sentido, entonces, toda la literatura posterior al autor de la Odisea no era más que una repetición. Se sabe, el viejo ciego era dado a los slogans. Sin embargo, con cada sentencia siempre lograba rasgar, sutil, un determinado velo que, en verdad, ocultaba un ring. Y nos invitaba a entrar: a ver, a pelear. (Nos permitamos metáfora remanidas, que incluso creo haber leído por ahí…) ¿Tendría razón Georgie? Quizás no –y de esto se adelantó algo ya en el primer apartado-, o quizás su frase sea tan maniquea como este mismo planteo. No importa demasiado: acaso estaba menos preocupado por tener razón, que por hacer visible el ring (algo que muchos se esfuerzan por ocultar, además). Nunca se sabe. De todas formas, logró forzar algo, introducir la duda. Su idea atraviesa toda nuestra literatura contemporánea y en cierta forma divide aguas. Pensemos por un momento en la imagen del Narrador Joven frente al periodista. Nos detengamos, por un momento, en sus palabras. ¿Qué dice?: me interesan las historias, me interesa contar historias. Rebobinemos, detengámonos esta vez en el gesto, su gesto de Autor Comprometido para con el Lector. Ahora: ¿con quién? En verdad esa boutade es un falseamiento, o una pose. Peor: una imposibilidad, una ignorancia. O una confesión. La literatura es un lenguaje, y eso, creo, lo sabía bastante bien el hombre que gustaba caminar de la mano de Kodama.

3. Entonces, Daniel Sada. Y las viejas discusiones repetidas, ya tornándose aburridas (forma/fondo, estilo, argumento, ¡puf!), saldadas.  
Una muestra tomada al azar de lo que circula de sus textos en la web:

Allí está, pacífico y guango, contemplando el hundimiento del sol en el mar. Observa con desgana desde la terraza, tendido en la hamaca.
Ojalá que no venga nadie del servicio, alguien que me diga «¿Qué se le ofrece?». De ocurrir la interrupción ¿cómo reaccionar? Si Fulano de Tal decidió acostarse en esa suerte de trampa tropical fue porque deseaba experimentar un encantamiento. Lo que pasa es que se le olvidó ordenarle a los del servicio que no lo molestaran.

¿Se percibe? Orientación: Una respiración. ¿Se ve? Dictado explícito: ahí hay un Lenguaje. Puesto que de qué hablan los textos de Sada: quizás de mexicanos en el sur de México, de asesinatos, de desencuentros, de viajes, de idas y vueltas, etc; quizás de las pasiones humanas (permitámonos las cursilerías), de todo lo que se repite desde Homero… pero, fundamentalmente, hablan una Lengua, única, y eso, mal que le pese al Nuevo Narrador, ya es bastante.

4. ¿Que qué es una lengua, un lenguaje? Bueno, no sería fácil dar una respuesta. Menos aún hacer un compendio teórico (pensemos por un momento en Ferdinand de Saussure; o mejor: pensemos por un instante en ese alumno atento a los dictados del profesor, al copiado efectivo de lo que más tarde será un Curso de… ¡uf!; y ni hablar de todo lo que vino después o hubo antes… del amigo Wittgenstein!), además de que no serviría para nada a los fines de este texto breve. De lo que este texto trata de abordar. Más práctico (y retórico) sería apelar a las citas de autoridad, y esconderse –y no tanto. Fogwill, pongamos por caso. Fogwill habla de una voz. Una voz que, en ocasiones, nos habita; de estar atentos, dispuestos a escucharla. Fabián Casas, a su vez, habla de algo parecido, pero suma el hecho liberar el canal a través del que logra expresarse esa voz. De reducir el ruido del mundo, su imposibilidad. ¿La voz propia de cada uno? ¿Desconocida, a veces? Probablemente. Sin embargo, como también lo decía Fogwill, en algunos casos tiene valor literario y en otros no tanto. Uf, ahora sí las preguntas se multiplican. Reduzcamos, sinteticemos y, sin embargo, pensemos que estamos diciendo algo. Digamos que es algo imposible de definir, pero que, de todas formas, se reconoce cuando se está frente a él (olvidemos a Bourdieu: no estamos diciendo, parafraseándolo, que literatura es lo que los escritores dicen que es literatura (tampoco hablamos de un promedio general: no todas las voces tienen algún tipo de valor literario, sino pensemos en Willy Faulkner)). Quizás un fluir de la lengua madre en donde forma y contenido son una misma cosa indisoluble, aunque sin embargo sin forma no sea posible el contenido (¿Lacan?) y, a la vez, el contenido negocie el desenvolvimiento prepotente de la forma –al menos en lo que a prosa se refiere. Entonces, finalmente, sobre la niebla de estas cavilaciones veamos aparecer la prosa de Sada, contundente, por sobre las buenas intenciones del Narrador Joven.

5. La exigencia de los tiempos, el anecdótico del yo. Escena: Hay un lector nuevo y un lector viejo, una biblioteca en la casa de este último. Hay un pasamanos de autores contemporáneos. Finalmente, hay la lectura de Antonio Di Benedetto. De “Caballo en el salitral”, pongamos por caso. Entonces, la discusión acerca de cómo abordar ese cuento, o cómo funciona ese cuento en el resto de la literatura abordada por el lector nuevo. De por qué el mendocino se tomó el trabajo (y lo llevó a cabo grandiosamente) de contar la historia de un caballo de ciudad atado a un zulky, imposibilitado de ciudad, que se pierde en el campo. De los huesos de ese caballo que luego habitan los pájaros. Conclusión: una línea sutil que divide el cinismo y la modestia, y estos, a sus vez, habitados, precisados por un lenguaje (¿o a la inversa? ¿o todo una y la misma cosa?). Volvamos al ring. Imaginemos tres entre de entre las infinitas posibilidades de estar sobre ese ring. Busquemos un padre de los que es necesario matar en estos tiempos para hacer un mapa más completo o tener un punto de referencia más preciso. Elijamos a Juan José Saer. Un boxeador que quiere todo (aunque no me atreva a llamarlo totalitario por motivos obvios), y sin embargo no lo finge ni lo oculta. Al otro lado, el Narrador Nuevo, preocupado por la historia y por el humor (no todos por supuesto, pero bueno, cualquier razonamiento implica generalizaciones). Un boxeador apurado, cuyo único objetivo, paradójicamente, es mantenerse en el ring. Vestido de gags literarios. Al otro, y sin agotar las posibilidades ni intentar hacer un cuadrado semiótico, Antonio Di Benedetto. Un boxeador aristócrata, que preferiría no boxear, pero si lo tiene que hacer, finalmente, se preocupará por la elegancia y sutileza de sus movimientos, sus convicciones. Dónde se ubicaría Daniel Sada en ese ring: ¿Con Balboa? ¿Con Mario Baracus? ¿Con el negro? (El ruso no participa, aunque no sea fácil, olvidemos los talleres metalúrgicos por ahora…) Digamos que es un poco de todos estos y, aunque esté muy cerca del Nuevo Narrador, no lo será nunca. Eso lo hace valioso.

6. Para terminar estas vagas disquisiciones. Digamos: Sada tiene humor, pero no es burlesco ni chistoso. Sada no es liviano ni cínico, pero tampoco peca de tedio o golpe bajo. Sada no es totalitario y sin embargo sus universos parecen plenamente acabados. Por momentos, Sada es lírico y luego barroco y luego minimalista y sin embargo no parece adscripto a ninguna secta. Sada cuenta historias pero en verdad no las cuenta; estas historias son muy importantes o no valen nada en absoluto, aunque sin embargo logran algo. Digamos, para cerrar, que la literatura de Sada es un lenguaje, un lenguaje poderoso al que el autor mexicano tiene el valor de no hacerle trampas, de dejarlo habitar su literatura como un fantasma una casa embrujada. 

otro avance-apéndice de la novelita

(sí, sí, estuve intoxicándome con soñando por cantar y me acordé que yo tenía un textito por corregir, que era parte de la novelita inconclusa  y... acá está. salut!)





Contar la película

Un guacho es petiso. No petiso petiso, pero sí bajo. Petiso para lo que quiere ser o hacer, digamos. Bueno, el petiso, Bicht que se llama (y este es un nombre bastante particular que le viene de su madre irlandesa y su conocimiento, el de ella, de que si bien en su país natal ese es un nombre poco común, sin embargo entre las reducidas clases altas se extiende como un río, además de su entendimiento, el de ella, de que un buen nombre es todo en la vida y así se lo ha explicado al mismísimo Bicht cuando era chico y le gustaba preguntar por qué o en verdad no le gustaba preguntar absolutamente nada y se pasaba el día entero en silencio y, acaso por eso, entonces había que explicarle todo); Bicht, digo, quiere jugar fútbol americano. ¿Saben cuál es? ¿Conocen? El de los tipos con cascos y armaduras en el lomo que se chocan y se chocan entre sí, ése. Bueno, como el fútbol americano es la pasión de Bicht o su sueño o como quieran llamarle, ya desde su infancia en los suburbios se entrena y se entrena por eso, para hacer eso bien arriba y llegar a jugar en las grandes ligas o acaso un día ver su foto en las portadas de Sports News o Forward Magazine y de alguna manera sobarle los huevos a Dios, u olerle los sobacos, que en cierta forma sería lo mismo ¿no? De hecho creo que hay algunas escenas de eso en algún momento. El tema, el gran tema, es que eso, que Bicht juegue fútbol americano, se sabe, es imposible. Es imposible que Bicht llegue nunca a jugar en las grandes ligas: por más que lo veamos esforzarse, ya en el campus universitario, entrenando y entrenando, o estudiando para sumar promedios y deportes, becas y cuotas, etc., es petiso, nació petiso, y eso todos lo sabemos. (Lo sabemos incluso por sobre las mismísimas ganas del propio Bicht de no saberlo o simular no saberlo, ni querer que nosotros lo sepamos. Lo sabemos incluso por sobre los paseos con aire de sultán del ritmo del propio Bicht a través de las largas y desoladas calles de su pueblo de Minnesota o ya después por los pasillos de la Universidad dedicados a hacer olvidar lo que es claro como un río irlandés. Sabemos –y aunque no lo quiera, el propio Bicht sabe que lo sabemos- que cualquiera de los otros del equipo de ahí, de la Universidad de Minnesota, de los Dogos de Minnesota, Buck Mulligan, el gordo Fouth, el lanza Jonhy Tonello, pongamos por caso, le lleva mínimo 30 centímetros y 10 kilos, y que esa diferencia es muy marcada, que esa diferencia es como una roca en medio del mismo río.) Pero claro, las películas son así, y entonces hay que fingir no saber, fingir y dejarse llevar de la mano hasta la testarudez y la valentía de Bicht, y su esforzarse entre los grandotes toscos que lo observan y se le ríen en la cara o le roban las toallas en las regaderas y a veces también lo azuzan en los entrenamientos para verlo cagar la leche cuanto antes y acaso de esa manera ahorrarles compasión. El mismo Louis Porton lo deja hacer (le da tela y se la quita, le da tela y se la quita) acaso porque en cierta forma Bicht le es útil para los entrenamientos –respecto al tema motivación, fundamentalmente, según los especialistas- pero más que nada, y esto es una apreciación personal, porque no quiere llegar a su casa y que en la oscuridad de su habitación le sangre la nariz soñando con ningún petiso ahorcado ni con ningún petiso entrando en el glorioso campus de los Dogos de Minnesota con aire de sultán del ritmo y una AK 47 bien dispuesta. O simplemente porque le da igual, a Louis Porton, entrenador de los Dogos de Minnesota, responsable de las temporadas más felices por aquellos lugares y del aumento proverbial de la venta de hot dog durante las dos últimas temporadas (información adicional, hay que decirlo), le da tan igual como a nosotros mismos y hasta se divierte con toda la cuestión, y entonces lo anterior es sólo una exageración propia de los entrenadores de las grandes ligas y sus más esmeradas pesadillas. Y es una lástima (esto también hay que decirlo), pero eso a nuestro héroe petiso no le importa. En absoluto. Por tanto, sigue y sigue entrenando y esforzándose y martillando su cuerpo gordo contra los monos de metal que parecen un muro, la cámara lo acompaña en el campus por las mañanas y por las tardes y entre medio lo vemos estudiando o viendo partidos de las grandes ligas y soñando y llorando como un niño o despertando a las tres de la mañana de un sueño espeso y poniéndose a hacer flexiones a un costado de la cama. Entonces, de un momento a otro y como en un acto de magia, también nosotros soñamos con él, también nosotros alabamos la voluntad y la fe de Bicht, y hasta pretendemos poder comprenderlo y sufrir con él. Lo que se dice empatía, ¿no?, empatía hasta el punto de que deseamos que llegue, que de una vez por todas Bicht llegue lejos. (Es cierto, no sabemos muy bien a dónde, pero ese no es nuestro problema: Bicht nos está ganando la partida y ya de hecho no nos provoca tanta repulsa su cara picada de acné juvenil que en las primeras tomas llegaba a las arcadas: Bicht ama, Bicht crece, Bicht llora, Bicht calla, y nosotros estamos junto a él para creer en la maravilla de los pases de magia, en la gesta mínima y definitiva de los ilusionistas.) De esa forma, con el corazón en la mano podría decirse, llega el día, la tarde en verdad, en que en uno de esos entrenamientos típicos en que se empujan los monos de metal chocándolos con los hombros, Bicht logra darles de lleno y moverlos como uno de los buenos, como el Gordo Fouth o Buck Mulligan, como uno de los jodidos monstruos de las grandes ligas, digamos. Esa tarde lo vemos martillar una y otra vez contra los monos de metal y sentir que lo está logrando. (Por un momento, lo adoramos. Ah, quién podría negar que no está a punto de dejar escapar una lágrima frente a la pantalla en que mira todo, quién podría…) Sin embargo, pero esto sólo Bicht lo sabe, aunque en verdad se pueda intuir en ciertos primeros planos del golpe contra los monos de metal y su cara fofa retorciéndose, algo no anda bien. (Otra vez: sólo Bicht lo sabe. Sólo Bicht sabe que estuvo a punto de dislocarse el hombro y que dudó, que en ese instante sutil y definitivo en que martillaba una y otra vez su cuerpo gordo y petiso contra los monos acolchados de metal se preguntó qué mierda estaba haciendo o por qué, pero también, y esto es espuma fina entre los labios, que comprendió sus límites y probó su valor –o cobardía-, y que tan sólo entonces, tan sólo después pero casi a la par, se temió y odio a la vez, y, por fin, comprendió que eso también era el horror. Pero fue sólo un instante.) Luego regresa a la fila como si nada. Entonces, mientras lo hace, mientras se aleja orgulloso adentro de su armadura de la zona de los monos de metal, quitándose a la vez el casco rojo de prácticas clásico de los Dogos de Minnesota para respirar un poco mejor y vuelve a acomodarse en la fila, comete la gran estupidez de mirar a Louis Porton. Sólo un segundo, como con el costado del ojo, con la displicencia de los gestos estúpidos. Nada: Louis Porton no ha posado ni una vez sus ojos en él. Ahora sí, Bicht tiende a derrumbarse: podemos presentirlo atrás de los planos largos de la cámara que se escapa por sobre el campus de entrenamiento y hace correr rápido el tiempo hasta la noche y las luces de la ciudad y funde en negro. Es obvio, Bicht no va a darse por vencido. La película sigue. Vemos transcurrir sus años de esfuerzo y obstinación, lo vemos entrenar y entrenar y constantemente sospechamos que está a punto de romperse un hombro o que ya lo tiene roto, que está a punto de regalarle su hombro a las escurrideras de las regaderas de las grandes ligas, como de favor, sin nunca poder pisar el verde césped, pero ya con la estúpida esperanza, o fatalidad, de que lo hará, de que algún día Louis Porton le palmeará el hombro y le dirá: es tu turno, Bicht, adelante, el verde campo te espera; y entonces sí verá las luces del estadio, plenas, como encendidas sólo para él. Y (hay que decirlo), esto, tal vez, Bicht lo sabe. Seguramente Bicht lo sabe, porque no vuelve a dudar. Tras aquella duda primera, que fue como cuando Jesús en la cruz pregunta por su padre, ¿no?, una cosa así, confía o confirma, nada más. La cámara lo acompaña desde que se despierta y lo lleva de la mano a los huevos fritos, el campus, las clases, y una y otra vez lo ve perder lugar en el equipo titular o siquiera en el suplente. Nada. El tiempo pasa. Una noche Bicht ve en la tele a los Dogos de Minnesota contra los Pittsburg Steelers. Es un partido duro. Los lanzadores han sido bastante golpeados y la defensa de los Dogos parece haber sufrido algunas bajas. Sin embargo el marcador favorece a los Dogos y Bicht, el petiso gordo hijo de madre irlandesa, bebe una de las pocas cervezas que se permite en la semana, para ver los partidos, brindando a la salud de la defensa y del ataque de los Dogos y de su propia salud. Al terminar el partido, está contento pero también triste, y en definitiva le da igual: en el aire algo se respira distinto, un aura nueva nimba su esfuerzo o él lo siente así, y con esa sensación se va a dormir y a soñar con un campus verde y amplio extendiéndose hasta el cielo Minnesota y un mundo de petizos gigantes corriendo atrás de una pelota ovalada. Algo pasa: sorprendentemente al día siguiente nuestro héroe se ha resfriado, despierta moqueando. Al tomarse la temperatura descubre que tiene cerca de cuarenta grados de fiebre. Uf, es el momento más duro de la película: solo en la piecita que le alquila al casero del campus (porque también, para más precisiones, es pobre, tiene cara de aguilucho y sólo logró entrar a la universidad a fuerza de estudio y esfuerzo y entrenamiento, y mediante los pocos envíos que logra hacerle su madre inmigrante irlandesa de los dólares que junta como mesera de una fonda y modista de noche -madre que comparte a ciegas su sueño-), Bicht vive momentos difíciles, momentos cruciales. Y hasta quizás esta última palabra sea demasiado precisa. Lo vemos ir de la cama al baño y del baño a la cama, lo vemos tiritar bajo pilas de frazadas y pensamos por un momento que va a renunciar, que está dudando, que va a dejar todo de una buena vez y se va a buscar una linda mesera de las afueras de Minnesota para tener hijos y verlos crecer mientras él se gana la vida de todos como mecánico de camiones en la carretera sur y ya en la noche se toma sus cervezas tranquilo, con el pato en el horno y la tele en algún partido de las grandes ligas… (También alguno pudo pensar nuevamente en la Ak-47 y…) Por supuesto, eso no ocurre. Tres días después el petiso vuelve a entrenar más fortalecido que nunca. Louis Porton lo ve venir y nota algo en él, un nuevo vigor acaso, y extrañamente se le acerca. Le pregunta qué le pasó, si está bien. El petiso, Bicht, extiende a lo largo de todo el campus su orgullo y le dice que sí, que perfectamente bien. Ok, dice Louis Porton, quiero verte derribar esos monos de metal, Bicht. Dyck Dutton se lesionó y Manny Howard no se siente bien para el próximo partido, tendrás tu oportunidad. ¡C´mon! Por fin hemos llegado. Estamos donde queríamos estar, y lo sabemos, sin embargo la cámara se pierde y no muestra nada, nada de todo lo que hemos estado esperando: ni a Bicht entrenando más fuerte que nunca, ni a Bicht sonriendo, ni a Bicht martillando contra los monos de metal, ni siquiera a Bicht rezando o hablando por teléfono con su madre irlandesa. Nada. De repente, en un abrir y cerrar de ojos, ya estamos en el partido y Bicht no es el mejor pero lo está haciendo bien y corre cada jugada como si fuera la última de su vida. Claro, la defensa no la tiene fácil: las Panteras de Cincinnati se cuelan por las bandas haciendo que todo recaiga en las últimas líneas, que las carreras oblicuas y los cruces de frente sean inevitables para mantener el marcador empardado. Sin embargo, con el partido ya bastante avanzado, y en una jugada milagrosa, Buck Mulligan, el memorable Buck, logra colarse entre la defensa de las Panteras gracias a la presión del gordo Fouth y recibir como un bailarín el pase largo y certero del lanza Johnny Tonello, que semeja una gelatina en el aire, pero que Buck logra amaestrar en un movimiento perfecto y colocar tras una corrida ejemplar contra la línea del fondo. Ahora sí, clara ventaja para los Dogos de Minnesota. El partido se pone más duro aún. El ataque contrario se vuelve cada vez más preciso y obliga a la defensa de los Dogos a retroceder. La cámara enfoca los minutos en el tablero, que corren en primeros planos y se mezclan con las imágenes dispersas del partido y con un Bicht que comienza a sentir una leve molestia en el hombro y se golpea el casco con la mano izquierda antes de cada jugada y luego sigue cortando las subidas del gran Blow Mc Caggan de las Panteras. De un momento a otro estamos casi sobre el final y los Dogos mantienen la leve diferencia a su favor sobre los bulldogs. Hay un corte y un nuevo tiro libre a favor de la parcialidad de Cincinnati. Es su última oportunidad para ganar o empatar el partido, y esto se presiente en las caras de la defensa de los Dogos, que se gritan y se chocan las cabezas, y en lo gestos y señas de ataque de las Panteras, pero también en los entrenadores de ambos que gritan una cosa y otra, y hablan con sus asistentes por aparatos que tienen en la boca y las orejas. (Hay que decirlo, de todas formas Louis Porton tiene un gesto raro en la cara, quizás semejante al de un general Polaco que ha visto avanzar las tropas nazis y se ha confiado a un milagro, o a una pastilla de cianuro, podría decirse, pero esto ya es contar otra película.) Listo, suena el silbato: el lanza de las Panteras logra desmarcarse y recibir una pelota combada y difícil que hace girar a través de su cintura, por la espalda, y tras obviar con esa figura perfecta al defensa de los Dogos Jerry Hutton está lista para ser lanzada. Sin embargo, Stiff Prate vuelve a girar y a amagar una y otra vez como burlándose de todo el mundo (incluidos nosotros mismos) hasta que finalmente, ya cansado del floreo, se decide a hacer un pase largo para el gran Blow Mc Caggan que avanza campo adentro como un búfalo desbocado. Entonces vemos la pelota deslizarse y sabemos que este es el momento, que esta es la única forma en que nuestro héroe petiso, Bicht, se hundirá para siempre o, por fin, entrará en el salón grande, en las portadas de Sports News o Forward Magazine, y que es mejor así, que ya no podríamos soportar una dilación más. Lo vemos al gran Blow correr y correr mientras la pelota carretea en el aire girando suave como un universo perfecto a punto de hacerse pedazos a la vez que Bicht corre también y por su cabeza pasan todos los momentos de su infancia: su madre remendando sus medias, la foto de papá en la vitrina con las condecoraciones, los amigos de la infancia, su primera pelota de futbol americano, un atardecer con la que parece haber sido su única novia, etc. Hay un corte fino que funde unas imágenes con otras y ya cuando la cámara vuelve a la realidad lo vemos a Bicht taclear en la cintura y casi de frente al gran Blow, que por un momento se desentiende del golpe como asumiendo que más allá de esa puta que no lo deja avanzar está su destino de gloria, pero eso es sólo una milésima de segundo incluso aunque esté en cámara lenta, es sólo un momento porque al momento siguiente el gran Blow cae como un peso muerto contra el césped verde del campus y el árbitro pitea el final. Primero silencio, después la parcialidad del público de Minnesota estalla en festejos y la de Cincinnati aplaude abiertamente el gran partido y el gesto del defensa petiso y desconocido, pero más que nada la posibilidad de haber pasado un momento lindo viendo el Gran Juego como si ellos mismos no tuvieran nada que ver. El gran Blow se levanta sorprendido pero indiferente a la vez, mira el marcador en la punta del estadio y a la gente de los Dogos de Minnesota que festeja y festeja. Es como si estuviera confundido o no entendiera nada. Entonces, mientras aclara las ideas, ve correr a Louis Porton hacia él y luego lo ve pasar detrás suyo para, al girar, verlo arrodillarse al lado de Bicht, que aún permanece tendido a su lado, sobre el césped verde, y ya pregunta: ¿ganamos? ¿ganamos?, y a la vez que Louis Porton le dice que sí, que lo lograron, que él lo logró, y Bicht llora y pone cara de ser feliz, dice que cree que se quebró algo adentro suyo, que siente que algo adentro suyo se ha roto, y entonces Louis Porton pone cara de preocupación y dice: oh, Bicht. Finalmente la cámara gira y gira como alocada, como si el director por un momento se hubiera vuelto loco y ya nada le importara, y entonces sólo alcanzamos a percibir la llegada de una ambulancia, más que nada por la sirena, y la gente que se va del estadio con las panzas llenas de hot dog. Llegan los títulos, que dicen, y así nos enteramos, que Bicht no es Bicht sino Michael Rittondo y otras cosas más, y que todo fue verdad, que toda la puta película fue cierta. Suena una canción de Michael Jackson, creo. Se encienden las luces del cine.

Gente con talento, dotada. Pequeños genios se diría. Pequeños genios apurados por montarse a la colina, como sea, para ver lo que vendrá. Por mostrarse dispuestos a verlo. Carismáticos creativos desperdiciados en señalarse lo nuevo, prestos a serlo ellos mismos. Jóvenes talentosos. Obreros con papeles que envejecen rápido, aceleradamente, al pie de la colina, ya ocultados por el sol, o el contraste de su sombra. El mismo de años y años.

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La crítica es snob, eso lo dijo Bourdieu, creo. O lo debió haber dicho. Porque si no, quién nos calmaría cuando las dudas, en la noche...

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Cita:

"Por lo demás, la contemporaneidad es esencialmente corporativa; hay un círculo de la contemporaneidad, en el que se entra y se permanece o en el que no se entra y no se puede entrar. Una red de vínculos en la que se juegan, desde la devoción hasta la repugnancia, todos los convencionales afectos de los hombres. Como no se puede ser contemporáneo sin entrar en corporación, y como no se puede entrar en corporación sin ser contemporáneo, la contemporaneidad hace círculo que contempla y se mima a sí mismo; el lector o el espectador son sólo medios para ese continuo y finalmente anodino retorno de sí a sí."

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Cita:

"La socialización requiere virtudes diversas. Me interesa aquí destacar una: la capacidad de no aburrirse sino con mucha dificultad. Ya que no cesa el preguntarse cómo Masotta no se aburría con las tribus de los artistas "pop" y de happenistas y accesorios -gente perfectamente suicidable cuando no matable- hay que esclarecerlo por la necesidad de "socialización" y por la renuncia a una vida de escritor en solitario."

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Aclaración:

Extractos de La operación Masotta, de Carlos Correas. 

Salvedad:

Correas escribe con odio y despecho, él mismo lo dice.

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Didáctica cotidiana:

Cuando acabamos la lectura, ella me dijo que estaba engolado en su lenguaje pero no decía nada. Que era retórica vacía. 

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Incapacidad:

Un apunte en un cuaderno viejo.
Lecturas.
Desfasajes.
Vaguedad.

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Para terminar:

"Ser outsiders era y es también una llana convención en la intelectualidad argentina (...). Habría, tal vez, que intentar la figura del outsider del outsider."

O, acaso, si eso es posible, leer lo no artístico-provincianamente correcto. Lo no esperado. 

Pné


Los dos primeros mails son breves, torpes. Su escritura es apurada. Uno habla de Mbrush, de las estepas de Mbrush, de hombres con gorros polares, de la salida del sol por las mañanas, en el este. Otro, de un poblado a unos doscientos kilómetros al sur de Mbrush, de cabras, de un río congelado que atraviesa todo a lo largo un bosque. Entre uno y otro hay casi treinta días de diferencia, entre uno y otro, acaso, nada ha cambiado. Pné desliza sus ojos dos o tres veces cada vez por los textos, deteniéndose en algún error de ortografía, en alguna inconsistencia lógica. Luego los elimina de su bandeja de entrada.
Una mañana observa un instante la pantalla de la oficina de empleo. Desastres naturales,  números, en krepec una madre dona el riñón a su hija, detienen a Kadic en la frontera de Brectov. Pné no presta atención, ni se interroga acerca de Kadic, Brectov o lo que pasa en otro continente. En verdad le disgustan las pantallas en silencio. Sin embargo, una palabra, burpen, se graba en su cabeza. Luego es un residuo que se repite intermitente pero constante. Pné se aleja de la ciudad, combina dos transportes para regresar a casa y la palabra está ahí. Burpen. Aparece y desaparece una y otra vez.
Es noche cerrada ya cuando la repetición cesa. Pné enciende una hornalla, coloca un caldo al fuego. De repente se dice: intenta mostrarse vivo, intenta probar que aún está del otro lado. Finalmente cena y se duerme frente a la tv encendida. Pasan campos verdes, pasan vacas, pasan hombres con pantalones extraños y pañuelos en el cuello.

Dos semanas después consigue su primer empleo. Una empresa de reciclaje ubicada en las afueras de Palstrom la contrata para almacenar datos de diferente tipo. El trabajo es simple, se limita a recibir papeles, ordenarlos, cargar su información a la red y luego archivarlos. Treinta horas semanales, buena paga, piensa Pné al acabar su primera jornada. De regreso a casa compra jugo de frutas y hamburguesas y se sienta a comer frente a la tv.
Tarde en la noche suena el teléfono. Entre dormida, atribuye el sonido a la tv. Los timbres se agotan hasta accionar el contestador y vuelven a comenzar. Por fin, se espabila y lo observa desde el sillón, ahora con la tv en silencio. Se decide a atender, pero vuelve a activarse el contestador. Oye una voz fina que reconoce como la de su madre. Esa voz le pide que se comunique urgente con ella, con su madre. Pné se queda en el lugar, estática. Cuando el mensaje acaba, busca su móvil entre la ropa dispersa sobre la cama y lo chequea. Qué estúpida, se dice. Enciende su computadora portátil y va a la bandeja de entrada de su correo. Publicidad de consoladores, ofertas de trabajo en la India, un crucero a galápagos, cadenas de oraciones protestantes.

En su segundo día de trabajo Pné conoce a Patsy y a Bip. Patsy le agrada menos que Bip, aunque en verdad es Patsy quien se le acerca. Ambas se ubican a cada lado de su sector, y sólo las separan delgados tabiques de madera. Para Pné esto es un alivio. Preferiría no tener que ver constantemente la cara de nadie. Preferiría, acaso, ver tan sólo las necesarias caras de su superior y del chico negro que le acerca cada hora más papeles y se lleva otros.
Ese día toma su primer descanso sola. Sentada a la mesa de la sala acondicionada, juega con sus manos. No sabe muy bien cómo pasar el tiempo. En verdad, hubiera preferido seguir trabajando. Acaso por eso, durante su segundo descanso, Patsy se le acerca. Con los ojos grandes y media sonrisa en los labios, le dice que también para ella no son fáciles esos quince minutos. Que pueden coordinar para tomar los descansos juntas, si así lo desea. Ella suele hacerlo con Bip. Ambas miran hacia el sector de trabajo, Bip, como si lo supiera, retira levemente hacia atrás su silla y alza su cabeza hacia los vidrios espejados al fondo de la sala. Sonríe.
A la salida, Pné se limita a saludar a ambas con la mano. De regreso a casa, camino a la estación de trenes, se detiene de repente e ingresa en un ciber. Tiene un nuevo mail. En cierta forma al verlo en la bandeja de entrada guarda cierto entusiasmo, pero una vez que lo despliega es como si se aburriese, súbitamente. Lo abandona. Paga, sale del ciber. Recorre una gran distancia a pie, como intentando acercarse a casa pero sin decidirse a hacerlo definitivamente. De un momento a otro, acaso por cansancio, pregunta dónde encontrar una estación de trenes. De esa forma, regresa.

Ni esa noche ni las siguientes suena el teléfono.

Los descansos con Patsy y Bip se tornan aceptables. Por lo general Patsy habla bastante, de diferentes cosas, y Bip y Pné se limitan a asentir o sonreír. En escasas ocasiones, Bip agrega un comentario seco y un poco descontextualizado que de todas formas provoca gracia, aunque ella misma no se ría. A Pné esto le hace pensar que Bip es inteligente y sensible, aunque también indiferente. De todas formas, aprecia la compañía de ambas. También reconoce que la parte de los descansos es la peor parte de su empleo.
Tiempo después, un día de paga, Patsy propone ir a un bar. Bip no responde, vuelve su cuerpo hacia el sector vidriado. Pné dice que no estaría mal. Patsy sonríe. Dice conocer un lugar en la interestatal que está muy bien. Allá vamos, agrega levantando levemente su mano con el dedo índice extendido. Allá vamos, repite Pné sin fingido entusiasmo. Bip revuelve su café con los ojos clavados en la mesa limpia y descolorida del sector de descanso.
Al salir caminan algunas cuadras a la vera de la ruta hasta encontrar el lugar. Adentro, se sientan a una mesa pequeña ubicada entre la puerta de ingreso y la barra, a un costado. Hacia el otro hay lo que parece ser una pista de baile de tamaño reducido. Patsy y Bip eligen tomar vodka, Pné un jugo de frutas. Es Bip quien busca las bebidas. Luego, la mecánica de los encuentros en la sala de descanso se repite, aunque esta vez con leves variaciones. Por un lado, Patsy además de hablar cada vez más fuerte, va cada más seguido al baño. Por otro, con su segundo o tercer vodka, Bip también habla un poco más. Incluso a veces hace referencia a la música que suena o gira y observa un instante la pantalla que cuelga en una esquina del lugar, a sus espaldas, sin audio. Pné se limita a tomar de a sorbos su jugo de frutas y a sonreír.
En una de sus idas al baño, Patsy se detiene en la barra. Hace ademanes. Un tipo flaco y pálido, de barba recortada, la mira indiferente. De este lado, Bip ve la escena y Pné, la pantalla. Hay una chica morena que se sacude en espasmos, hay hombres y mujeres, rubios, morenos, negros, que la rodean con sus manos, sin tocarla. En ocasiones, hay planos largos de barrios pobres y gente bailando. No me gustan las pantallas en silencio, dice Pné acaso por decir algo. Bip gira y mira un instante la pantalla. De todas formas, así es más fácil ver algunas cosas, dice. Por lo menos se ve algo, se corrige. Pné asiente. Ambas se quedan en silencio, vueltas a la pantalla. Tras un instante y como espabilándose al sentir que Patsy regresa a la mesa, Bip dice: es como si intentara salirse de su cuerpo. Ríen.
Más tarde llega al bar chico negro de la empresa. Ingresa como una tromba con alguien más, una mujer de pelo colorado. Pné lo reconoce por su modo de andar. Acaso también Patsy, que le hace señas aunque el negro parezca no percibirlas. De a ratos la colorada se da vuelta y lo insulta. Patsy continua haciendo señas, Bip no dice nada. Una vez que la colorada está en la barra, el negro gira y camina hasta la mesa. Te esperábamos, dice Patsy. El negro no dice nada. Ellas son Bip, bueno, creo que ya se conocen con Bip, y ella es Pné, dice Patsy. Bip toma un trago de su vodka. El negro se vuelve otra vez hacia la mesa. Hola, dice Pné. El es Huono, de la empresa, dice Patsy. Por supuesto, dice Bip. Huono se vuelve hacia la colorada. Debo irme, dice. Se va.

Un tanto después, Bip y Pné deciden marcharse. Patsy se queda un poco más. Ya en el tren, de regreso a casa, la voz de Huono vuelve sobre Pné. Es como si eligiera cada sílaba por separado, se dice. Luego acomoda su bolso de mano sobre la ventanilla e intenta dormir.

Por un tiempo no hay mails. Sí, llamadas telefónicas. No llegan a accionar el contestador. Pné chequea sus cuentas, su móvil, y nada, sólo los timbrazos se repiten cada dos o tres días, a veces, cada semana. Se limita a continuar su vida. Sólo en ocasiones se dice: olvidó o está muerto, pero ni siquiera logra precisar el sentido de esas palabras. Simplemente son sólo palabras que aparecen en algún momento de sus días y luego, como vinieron, desaparecen. Puede estar en el trabajo, aunque en verdad allí es donde menos le sucede, o frente a la tv, por comer, y de repente están ahí. Palabras. Un cartel luminoso en una carretera vacía. Al instante siguiente, nada. Las luces se han apagado y solo queda la ruta. Acaso un esqueleto de metal oxidado. Las voces de la tv vuelven a mantener una conexión más estrecha con las imágenes.

Una mañana los timbrazos sorprenden a Pné al despertar. Por fin, levanta el tubo. Estás ahí, dice la voz de su madre. Sí, dice Pné. Hay silencio. También un ruido de fondo en la línea que a Pné le hace pensar en estaciones de trenes, acaso en la vibración de las vías del tren a hora pico, cuando un tren cargado de gente se acerca u otro se aleja. Luego, la voz de su madre habla de un accidente cerebral, da explicaciones médicas, repite la dirección de una clínica. Sus palabras se ordenan en oraciones breves perfectamente moduladas. Solo a veces sufren leves variaciones de tono, de acuerdo a algún tipo de contenido que Pné no logra precisar. Acaso cuando requieren la visita al padre en el hospital. Acaso cuando deslizan un sutil reproche. Pné se limita a mantener el tubo junto a su oreja y modular un sonido que se asemeje al asentimiento. Finalmente dice adiós y corta. Toma su bolso de mano, carga el almuerzo y sale para el trabajo. Confía en llegar a horario, sin demoras.
Una vez en el tren, cierra su mano sobre la barra de metal y se deja oscilar segura con el movimiento, entre la gente. Ve su palma izquierda, comprende que copió al dictado. Se friega las manos. Luego se entretiene leyendo cada publicidad que aparece a la vera del tren. Pastas de dientes, tonificantes, seguros de vida, educación privada, etc., etc.

Ese mismo día, la tarde de ese día, sale del trabajo para regresar a casa y saluda con la mano a Patsy y Bip. Una cuadra más allá, ingresa al ciber. Va a la bandeja de entrada de su correo. Súper descuentos, ofertas de trabajo en América, invitaciones varias de redes sociales. Dos nuevos mails. Entre uno y otro, apenas 20 días de diferencia. Entre el primero y el último que chequeo Pné, casi tres meses. Se parecen entre sí. Los dos tienen como asunto nombres de lugares. Los dos contienen imágenes que semejan postales de pésima calidad. Acaso escaneadas. En ninguna de las imágenes hay personas, sólo paisajes pixelados. De Kiev, de Trakwav, acaso. Sólo el segundo agrega unas palabras bajo la postal. Habla de distintas fronteras, de seguridad, del trabajo solitario de un guardaparques al norte de Krakwis, de bungalows. Habla de una foto que se perdió con el robo de una cámara, de sus contrastes, de su tono común. Son sólo unas pocas líneas apretadas. No hay comas, no hay mayúsculas, no hay conectores. Está logrando sintetizar, piensa Pné. Luego oprime responder. Eres un estúpido hijo de una gran puta, tipea martillando con sus dedos finos cada una de las teclas. ¿Tuviste que dar el número? Ojalá te pudrás. Luego oprime enviar y abandona el ciber.
Una vez fuera, dirigiéndose a la estación, ve a Patsy. Al otro lado de la interestatal, camina junto a Huono. Por un momento tiene la sensación de que Patsy pretende no haberla visto, sin embargo al momento siguiente es Patsy quien se gira y le hace un gesto con la mano. Pné se decide a cruzar. Al otro lado, intercambian algunas palabras y comienzan a caminar. En la esquina siguiente giran hacia adentro, alejándose de la interestatal.

En el trayecto se encuentran con la colorada, que increpa a Huono. Huono le responde con voz baja y grave y le da dinero. Pné no logra precisar su lenguaje. La colorada sigue camino hacia el otro lado. Un tanto más allá, atraviesan una puerta de rejas y se internan en un pasillo rodeado por pequeños edificios descascarados, silenciosos. Suben una escalera de metal oxidado y entran en uno de los departamentos. Al abrir la puerta, Huono golpea con su mano izquierda el marco. Una cicatriz breve le atraviesa el anular y resalta en su mano negra.
Adentro Huono pone música y Patsy se esfuerza en preguntar si hay vodka. En buscarlo y servirlo. Pné se acomoda en un sillón. Huele a negro, piensa. Sabe que no podría describir ese olor, pero lo piensa. Se limita a estar callada. Patsy regresa con el vodka y comienza a hablar. En voz bastante alta. Del trabajo, de los descansos en el trabajo, de las cuentas por pagar, de la situación económica de su hermana Polly, al este de Wruft, de los contratos en Wruft y el arrendamiento de automóviles. De las mineras y sus pagas. Desliza algunos insultos, ríe. Su risa hace pensar a Pné en una naranja exprimida. Todo el tiempo, Huono permanece en la cocina. Luego sale y se mete en lo que parece ser un baño. Patsy ensaya un brindis al aire. Pné se para y camina hasta la cocina. A oscuras frente al refrigerador, siente la presencia de Huono. Escuchá su música grave y rítmica, y cree estar siendo observada. Va hasta el fondo de la cocina y descorre un pedazo de tela oscura que cubre una ventana. Ve, al otro lado, un basural. Más allá, las instalaciones de la empresa. Se vuelve hasta el refrigerador y saca una coca. Regresa, dice a Patsy que se marcha.
Parada sobre las escaleras de metal oxidado, con el sonido de la puerta aun en sus oídos, escucha hablar a Huono. Piensa su lenguaje como pedazos de cosas diferentes. Sabe que no podría explicarlo. Se va.

Llega a casa un tanto más tarde que lo habitual, pero no lo suficiente como para tener sueño. Acaso por eso se queda frente a la tv hasta bien entrada la noche. Ve un programa de preguntas y respuestas, ve el sermón de un cura, ve un largo y aburrido documental acerca de dos cineastas hermanos, oriundos de un lugar frío, o así le parece. Acaso Bélgica. Duerme.

Luego todo continúa de la misma forma. Acaso sólo se da una leve variación en la relación de Pné con Bip, pero esto es improbable. O inconsistente. Tal como un residuo, como burpen, es algo que está ahí en un momento y al momento siguiente ya no lo está. Acaso por eso, cada vez que el residuo enciende sus luces, Pné piensa en una mañana. En un gesto, en la letra en inglés de una canción. La situación es más o menos la siguiente. Pné y Bip trabajan, llevan dos o tres horas ordenando papeles, cargando sus datos a la red, archivándolos. De pronto, Bip retira su silla hacia atrás y mira a Pné un instante. Le ofrece sus auriculares. Pné se los coloca. Durante unos cuatro minutos lleva el tiempo con su pie derecho. Luego se desentiende de los auriculares. Sonríe. También Bip, pero Pné siente su sonrisa distinta a la suya. Por último, Bip vuelve los ojos a las oficinas vidriadas al otro lado de la sala de descanso y alza la mano como saludando. Vuelve a ocultarse tras el tabique de madera. Fin de la escena.
Los mails componen una serie de tres que se extiende por un periodo de aproximadamente seis meses, o más. Su escritura es dilatada y paciente. Distante. La de alguien que cree tener todo el tiempo del mundo o se está volviendo loco, piensa Pné. El primero habla de ciudades, de oficinas de empleo y de tendidos eléctricos. De albergues viejos, probablemente construidos durante la segunda guerra mundial. De señales anónimas. Los restantes, no difieren en mucho de éste. Se repiten los tendidos eléctricos, los oficinistas. Se repiten las señales anónimas. En los subterráneos, en las calles. Sin embargo, también se superponen nuevos datos. Se superponen amables lava copas hindúes, cámaras de seguridad, niños con navajas. Se superponen cúpulas de catedrales antiguas, drogas de diseño. También, sobre el cierre del segundo, una frase: tuve que hacerlo. Es la escritura de un loco, piensa Pné. De un loco o de un zombie, se repite. Es la escritura de un zombie loco hijo de una gran puta que sólo quiere atención y cree tener todo el tiempo a su favor, confirma, por fin. Luego los elimina, sumariamente, de su bandeja de entrada.

Durante dos semanas, las llamadas telefónicas vuelven a repetirse. Es tarde, Pné dormita frente a la tv encendida y los timbrazos están ahí, puntuales, una y otra vez. Se limita a dejarlos agotarse, a dejar que el contestador haga su trabajo. Vuelve a dormir.

Un día de franco despierta más tarde que lo habitual. Lava su cara, enciende su computadora portátil, chequea su cuenta de correo. Avisos de redes sociales, cadenas de mails de contactos conocidos con fotografías, propagandas de candidatos políticos, correo basura. Pné despliega uno. Pasajes de avión en temporada baja, 50% off. Lo deja en pantalla y prepara el desayuno. Luego, navega entreteniéndose con los destinos y los costos y las fechas disponibles. Voy a ir, se dice, de repente, al dejar la taza y el plato en el lavadero. Apaga su computadora portátil y se viste.
No se sorprende en absoluto al recordar la dirección. Menos aún, tras una hora y media de viaje y dos transportes, de dar con su ubicación exacta. En mesa de entrada le indican hacia dónde dirigirse. Pné camina los pasillos blancos desgastados y sube dos pisos por escalera. Le gusta el olor, o al menos no le disgusta. Le gusta el lenguaje preciso y neutro de las señalizaciones, o se siente guiada. Al llegar a la habitación correcta, se detiene frente a la puerta cerrada. Por un instante es como si dudara o esperase encontrar a alguien más. A lo largo del pasillo, ve pasar personal del hospital, gente común, camillas. Todo blanco. Ninguna cara conocida. Contra la pared, en un banco, hay una mujer vieja. Gorda, pecosa. Se sostiene ambas manos juntas sobre el abdomen, la observa. Pné da un empujón a la puerta y entra.
Ve una cara pálida, una cabeza afeitada. Ve cables, sábanas blancas, un florero. Ve un cuadro. Ve un portarretratos. Ve un brazo magullado. Ve una ventana cubierta de luz.

Afuera, la mujer gorda la llama. Pregunta si le dieron un acceso en la entrada o posee algún tipo de pase especial. Pregunta por el doctor Mosh. Aprieta una mano con la otra. Pné se queda en silencio. La mujer habla de un niño. De un accidente doméstico. Los padres, la mujer, el niño. Una piscina vacía. Se le humedecen los ojos. Pné se limita a escucharla. De pronto, la mujer se detiene y pide disculpas. Dice comprender también su situación y toca levemente su brazo derecho. Vuelve a sentarse en el banco, acaso, a rezar.
Al salir, se sienta en una pared baja que recorre todo a lo largo el frente de la clínica. Los codos en las rodillas, las manos en la barbilla. La mirada fija y móvil a la vez. Acaso piensa en los mails, acaso, en la canción que Bip le hizo escuchar, en las llamadas telefónicas. Acaso no piensa en nada. Un guardia le dice que está prohibido sentarse ahí y luego se encierra en un garito. Pné se para y se queda estática en el lugar. Ve un automóvil rojo atravesar la avenida lentamente. Más allá, obtener el verde y girar hacia el estacionamiento. Una vez que ha ingresado, camina hacia el otro lado.

Para regresar, toma un solo transporte. Casi al abordar el segundo, se decide a no hacerlo. Caminando, atraviesa zonas comerciales, barrios residenciales grandes, pequeños consorcios de departamentos. El cielo tiene un tono neutro, la temperatura no es demasiado helada, aunque en ocasiones Pné sienta frio y guarde sus manos en los bolsillos de su campera liviana. A dos cuadras de su casa, atraviesa una plaza. Acaso por el cansancio, cree no saber que estaba ahí. Acaso por lo largo del día, se sienta en una hamaca. Hay una mujer con un carro de bebe, hay niños en corro observando atentos algo impreciso, sobre el suelo de cemento. Acaso un animal herido, incapaz de moverse. Hay, a lo lejos, adolescentes que le dan miedo. Se hamaca unas cuantas veces. Luego se marcha.

En casa, lava su cara, se mira al espejo. Una decisión precoz, acertada, se dice, mirándose al espejo. Hace el gesto de una sonrisa.

Al día siguiente vuelve al trabajo. Todo sigue su mismo curso. Acaso por eso, es Pné quien insiste, al terminar la jornada, en ir al bar. Patsy y Bip aceptan.
Se sientan a la misma mesa que la primera vez. Bip y Patsy toman Vodka, Pné un juego de frutas. Patsy busca las bebidas y se demora en la barra. Bip y Pné escuchan la música y comentan diferentes cosas. La decoración del bar, el tipo pálido de la barra, los tragos fuertes y los tragos suaves. En ocasiones, Pné se queda mirando la pantalla un buen tiempo, tomando de a sorbos su jugo de frutas, y Bip lleva el tiempo de la música con sus dedos, contra la mesa. Luego todo vuelve a repetirse.
Sin embargo, en un momento, Pné se queda más tiempo de lo habitual vuelta a la pantalla. Ve hombres con cuchillos y grandes animales caídos. Ve gente con pañuelos en la cara arrojando piedras. Ve un inmenso elefante en una piscina, un río congelado. Ve dos hombres barbudos sangrando sobre el cemento. Han interrumpido la programación por algún motivo especial o hay algún tipo de interferencia, piensa. Toca el brazo de Bip para que se vuelva a ver, pero las imágenes vuelven a cinco o más tipos en una coreografía. Luego a tres, o dos, uno no tiene bien un ojo. Luego a una mujer vestida de negro. ¿Qué?, dice Bip. Nada, dice Pné. Bip sonríe y se le queda mirando.
Más tarde llega Huono y se pierde hacia el otro lado, donde la pista de baile. Patsy lo sigue. Hay silencio. De repente, Pné se espabila. Cómo era la canción que me hiciste escuchar, pregunta. Oh, no puedo recordarlo ahora. No puedo recordarlo con tanta música alrededor, dice Bip. Vuelve el silencio. Pné piensa comentar lo que vio en la pantalla. Luego, se pregunta que para qué. O cómo. Se queda pensando en eso, en cómo. También, sin saber por qué, piensa en el lenguaje de Huono, en su música, su voz.
Entonces, como una tromba, la colorada. Acaso las reconoce. Va directamente hasta la mesa y las insulta. Putas drogadictas. Zorras millonarias drogadictas. Pné y Bip se limitan a escuchar. Culos acomodadas. Putas drogadictas. Golpea la mesa. No se mantiene en pie. Soretes melancólicos. Soretes nostálgicos del bienestar. Dopadas hijas de una gran puta. Hijas de papá. Putas drogadictas. El tipo pálido y flaco la toma por detrás y la lleva hasta la barra. Pné se para y va hasta el baño. Da un empujón en la puerta. Ve el culo blanco de Patsy, su cuerpo hincado. Ve la verga muerta de Huono, la lengua pastosa de Patsy, lamiendo. Ve la cicatriz en la mano negra de Huono sobre la espalda de Patsy. Ve algo en esa mano. Ve muchísimas palabras rayoneadas sobre las paredes del baño con todo tipo de caligrafías, instrumentos, gramáticas, lenguajes. Ve infinidad de palabras que intentan decir algo, o no decir absolutamente nada. Se va.

Mientras aguardan el tren, Bip chasquea los dedos. Lo tengo, dice. Qué, dice Pné. Lo tengo, repite Bip. Lo tienes, dice Pné. Lo tengo, dice Bip. Qué, repite Pné. Hay silencio. Lo tengo, dice Bip. Lo tienes, dice Pné. Sí, dice Bip. Canturrea. Luego, silencio. Acaso incómodo, acaso liberador. Acaso, silencio.
De pronto, casi a la vez, Bip y Pné, cantan:
Ayer desperté chupando un limón
Ayer desperté chupando un limón
Ayer desperté chupando un limón

Casi gritan. Ríen.
Ayer desperté chupando un limón
Ayer desperté chupando un limón
Ayer desperté chupando un limón

Es un momento. Luego lucen agotadas, se quedan mirándose. Bip da un beso Pné. Pné no se niega. Sin embargo, cuando siente la vibración de las vías del tren se desentiende. Da un paso y se vuelve a ver. Abraza a Bip. Finalmente, sube el tren.

Una semana después tiene un nuevo mail en su bandeja de entrada. Son unas pocas palabras. Secas. Hablan de formas de ver el cielo, de climas. Hablan de formas de acurrucarse en las estaciones, para dormir, de caminos agrietados y de goteras. Por todas partes. Hablan de formas de saludar y de decir adiós. Pné las relee varias veces. De principio a fin, salteando oraciones, modificando su orden. Está regresando, se dice, por fin. Está regresando o piensa tirarse de un puente, se repite. Luego apaga su computadora portátil y se pone a lavar los platos sucios acumulados. Primero los coloca a todos en remojo, luego friega uno a uno con detergente y lo enjuaga. Por último, lo deposita en el escurridor. Es mi día libre, se dice, cuando acaba. No estaría mal ir a la plaza.
Al salir se detiene a la entrada del edificio. Acaso siente un olor raro, acaso, le llama la atención ver poca gente en la calle. Se queda estática. Mira el cielo, ve pequeñas cosas flotando en el aire. Residuos. Polvo, una bolsa de naylón, algunos papeles. No hay viento, pero sí una brisa fresca. Se pregunta si hubo una tormenta o estará por llegar. Luego se sienta en el borde del hall de entrada a mirar las cosas flotar en el aire, suspendidas.

Más tarde camina hasta un mercado y compra un jugo de frutas. Regresa. Sentada otra vez en el hall, lo toma del pico. Bueno, ahora lo sabe, se dice, de repente. Por fin lo sabe, vuelve a decirse. Luego vuelve a entrar a su casa.
Después pasó el tiempo,
viajamos con las tribus del norte hacia el sur.
Algunos se reprodujeron.
Otros aprendimos que el miedo
es la distancia que existe
entre el dolor y la nada. 



Palabras que recordé hoy de Ezeiza, el poema Fabián Casas. En cierta forma las necesité y en cierta forma las aborrecí. También comprendí (antes sólo creía saberlo) que eso era poesía.