Las terrazas en las casas de los hombres



En ocasiones, para remontar el río
es preciso subir al bote por la parte más baja.


Pero poco a poco su forma de actuar se me fue revelando hueca y estúpida o simplemente falsa, y lentamente comenzamos a distanciarnos, o al menos yo me fui alejando, aunque hasta último momento su sonrisa abierta franqueara la distancia como cara visible de moneda, y de pronto, sin señales que predijeran desenlace alguno, ya nada podía encontrarnos en una risa o una palmada sin que uno u otro no sospechara lo artificial del gesto y se perdiera buscando dar con su valor exacto mientras los dientes brillaban blancos y perfectos, como comenzando a envejecer, o el cuerpo holgaba bajo la mano en el hombro. Éramos o habíamos sido como hermanos y así nos gustaba llamarnos en esos días en que precisábamos reafirmarnos con más fuerza por sobre cualquier grieta oscura que proviniera del fondo acuoso y denso que el paso del tiempo ahondaba y que iba descubriendo con las muecas de la burla y la promesa, o quizás eso entendiéramos, y es lo más probable, aunque sin palabras ni discursos sino con silencios y sobrentendidos, bajo el manto dócil de un trago de cerveza o un chiste desfasado y perfecto. Incluso nos parecíamos bastante físicamente aunque él levemente superara mi altura y fuera un poco más delgado, y a su vez, y aunque los dos nunca nos afeitábamos, yo siempre llevara la barba un tanto más crecida y despareja, lo que me daba cierto aire bohemio, y él, por el contrario, guardara cierta prolijidad, y su imagen se acercara más a un gesto político o a un señalamiento que su pelo rizado remarcaba, que a un dejo de olvido o indiferencia, como si su imagen pudiera precisar a simple vista una cierta posición respecto de bastantes cosas y eso fuera lo suficientemente claro además. También nos movíamos de la misma forma y teníamos gustos similares, preferíamos la misma música o las mismas películas y hasta había cierto común acuerdo respecto de las chicas más deseables e incluso coincidencias bastante claras −él había salido con Natalia primero que yo, y a la vez, cuando yo había dejado a Emilia, había tenido algunos encuentros con ella, por ejemplo−, sin contar los típicos intercambios de comentarios, en los que rara vez había lugar a opiniones distintas o éstas se daban pocas veces. De todas formas nunca habíamos tenido demasiados inconvenientes, nos respetábamos lo suficiente como para ceder ante cualquier punto que pudiera generar un conflicto o simplemente hasta el momento nada nos había interesado más que nosotros mismos. Además pasábamos una buena cantidad de tiempo juntos, lo que tendía a limar cualquier posible aspereza con el transcurso de los días y la risa compartida. Y es extraño, o para mí lo es, porque de todas formas hubo un momento clave, hubo una noche en que todo comenzó a cambiar sin demasiados preludios, como suelen darse los cambios verdaderos en realidad, o eso quiero creer, como si un día uno despertara con la certeza de haber vivido equivocado y desconociendo las señales que lo evidenciaban, y sin arrepentimiento ni dudas o gestos tristes abandonara su casa para siempre.
     Seríamos cinco o seis en la terraza del gordo Verea, nos habíamos juntado con la excusa de comer un asado, él estaba cerca del fuego con Matías o algún otro, los restantes nos apartábamos hacia atrás tratando de escaparle al humo, fuera de la luz, riendo espaciadamente de cosas sin sentido y fumando. Era una noche clara de octubre aunque la luna se perdiera a veces entre las nubes o el contraste con el fuego a veces la volviese plenamente cerrada y a nosotros que estábamos bien atrás nos representara como tres puntitos rojos que humeaban en la oscuridad. De pronto alguien, creo que fue Lucas o el gordo Verea, comenzó a servir más cerveza y cuando levantó la cabeza mirando hacia el fuego dijo algo de Matías, quizás hizo un chiste o simplemente señaló algo impreciso que fuera gracioso o él lo entendiera así, y nosotros, festejando, volvimos a reír prestándoles atención a ellos, que conversaban al lado de la parrilla y se olvidaban entre sus cosas. Las carcajadas duraron un buen rato y luego se fueron perdiendo entre el silencio de la noche y el chisporroteo de las brasas. Estuvimos así un tiempo, callados, como contemplando un rito extraño que se consumaba con nosotros como espectadores furtivos y necesarios, observábamos las llamas o eso creíamos que hacíamos y nos perdíamos con sus gestos, los de ellos, que adquirían formas oscuras y definidas tras el fuego mientras sus sombras se fundían con la oscuridad en la medianera. Matías acomodaba las brazas y él le comentaba algo mientras comía un pedazo de carne que sacaba de la tabla cerca del fuego, una escena bastante repetida en nuestras juntadas incluso, pero desde nuestro lado sus contornos los volvían un punto ciego y oscuro, algo sin vueltas como la profundidad del océano, y todo tendía a remarcar eso y a proponerlo como algo definitivo. En un primer momento estuve a un paso de hacerlo, de comentar o hacer un chiste sobre eso, sobre la imagen que nos daban ellos, sobre las sombras y la sensación extraña que me había invadido, pero cuando estuve a punto de decirlo sentí algo impreciso y agrio en el cuerpo, entonces giré para ver si los demás estaban sintiendo lo mismo o lo habían notado pero sus caras no mostraban ningún malestar y sus cuerpos yacían plácidos y relajados bajo la oscuridad. Entonces me dije o intuí que algo antiguo y lejano se hacía palpable esa noche, algo incierto pero tan real como la misma muerte, porque sus palabras eran inaudibles desde donde estábamos nosotros, pero sus movimientos, los de él sobre todo, seguros y distantes, tenían algo horroroso, algo que lindaba con la locura, o peor aún con lo superficial y artificioso de cualquier forma pero también, y es lo más probable, con la soledad y la burla. Aún hoy no puedo precisarlo, no puedo siquiera dar con algo determinado que demarque eso que entiendo comenzó esa noche pero que también pudo habernos habitado desde el principio de nosotros mismos o antes aun y que se escapa ahora cuando recuerdo ese tiempo, porque sé que al día siguiente él me llamó para decirme si quería jugar al futbol y sé que dije no, o algo por mí lo dijo, y agregó que no podía, que mi madre me había pedido que me quedara para ayudarle con algunas cosas de la casa, y sé también que él se rió porque sabía que nunca me quedaba por algo así, pero no lo tomó mal ni hizo más preguntas, y sé, por último, que se despidió prometiendo juntarnos para salir el sábado a la noche pero en su voz presentí que algo había intuido o que también algo en él pero sin precisiones o relatos esperaba lo que justamente estaba sucediendo, y hasta quizás fuera un alivio triste y definitivo también para él, como quitarle lentamente el respirador a alguien que ya de todas formas nunca más volverá a respirar.
     Pero todo hace agua en esos días, o al menos en mi memoria, y aunque los meses siguientes a esa noche compartimos otros momentos, las más de las veces bajo la sombra inerte del grupo, eso quedó flotando en el fondo, pujando por salir a la superficie, como olvidado pero atemorizante −dando leves espasmos cuando volvíamos a tratarnos y a reconstruir la confianza, y de repente algo impreciso señalaba un gesto vacío o infranqueable, y entonces el aire se tensionaba y las palabras tendían a ahuecarse o a multiplicar los sentidos y señalar una distancia ya definitiva− hasta que un viernes parecido a cualquier otro la siembra de discordia oculta y definitiva alcanzó la luz. Creo que fue en la tarde que me llamó Matías para avisarme que pasara por su casa a la noche a tomar algo y yo le dije que sí, que iría. Cuando llegué estaban todos y él me saludó como siempre, estrechándome la mano derecha un poco cruzada y golpeándome el brazo con la otra, puede que también haya dicho Qué hacés, Pequeño, o puede que yo tome esa frase de otra vez, entre tantas, esa noche no se diferenciaba en nada de otras anteriores. Así que estuvimos tomando unas cervezas y escuchando música y riendo hasta las tres de la mañana, cuando el gordo Verea dijo que había unas chicas en el bar, que había quedado para juntarnos, y como un equipo de fútbol antes de un partido nos fuimos envalentonando mientras preguntábamos quiénes y cuántas y qué tal estaban, y salíamos de la casa con dos botellas para el viaje, haciendo chistes o gritando, algunos abrazados, otros pensativos pero manteniendo una sonrisa dócil entre los labios. Éramos seis en el 3cv de Matías, tres adelante −Matías al volante, yo y él en la otra parte del asiento− y tres atrás –el gordo Verea, y puede que Lucas y Maxi. No bien salimos prendimos el estéreo o él lo prendió, y fuimos escuchando Smashing Pumpkins y cantando entonados y a la vez dispersos en nuestros pensamientos o expectativas. La noche venía perfecta, o cumplía con lo que en ese tiempo entendíamos por perfección, pero en un momento me adelanté para avanzar una canción que habíamos escuchado más de mil veces y que ya me empezaba aburrir o malhumorar y él dijo que la dejara, que la quería escuchar, y los otros dijeron que sí, que dejara correr el disco, y alguno hizo una broma al respecto, entonces retrocedí mientras todos reíamos y poco a poco me fui aislando para continuar el resto del viaje con la cabeza a medio salir por la ventanilla, mirando el paisaje de las calles del centro y las luces de la noche.
     Las chicas eran cinco y el bar era el bar de Jano, el clásico de esa época. No bien entramos fuimos saludando a algunos conocidos y adelantándonos hacia la parte de atrás mientras el gordo Verea prometía no defraudar o, si así fuera, sacrificarse con la más fea, y elevaba la mano derecha mientras le palmeábamos la espalda. Pero a punto de llegar a la mesa, cuando empezábamos a inhibirnos y algunos se rascaban la cara o se daban vuelta como paseando la mirada para dar una imagen desinteresada y fría, notamos que él se había quedado más atrás, quizás en la barra o con algún conocido. Por un momento casi dudamos para encarar la escena, como si su ausencia nos hubiera señalado absurdos y precarios, pero rápidamente el gordo Verea tomó el control y nos fue presentando de a uno y agregando a cada nombre un chiste oportuno y atinado que no sumaba ni restaba nada pero rompía el hielo. A la vez yo encaré secundando al gordo y me acomodé en medio de las chicas que estaban contra la pared, donde estaban las mejores, lo que implicaba dar un paso y casi exigir que se pararan y me hicieran lugar con una sonrisa segura. No bien me senté le dije a Maxi que fuera buscar más cerveza y se fijara si lo veía, me justifiqué diciendo que era el personaje estrella del grupo y todos rieron mientras Maxi ponía cara de desconcierto, se paraba lentamente y encaraba hacia la barra. No tenía mala intención, todo lo contrario, me importaba bastante que viniera y nos pusiéramos de acuerdo casi sin mirarnos respecto de las chicas, de la noche, para ir manejando los hilos desde las sombras y siempre a nuestro favor, con esa sensibilidad certera para precisar lo que hace falta y establecer tácitamente el camino para conseguirlo. Incluso cuando Maxi volvió solo con las bebidas casi ni noté su ausencia hasta que alguna de las chicas lo señaló entre risas, diciendo algo acerca del abandono del diez, y el gordo Verea para salir del paso o tapar mi silencio, no lo sé, dijo que qué importaba, si al fin cabo éramos cinco contra cinco y entonces las risas nerviosas se mezclaron con otras menos avergonzadas y decididas.
     Estuvimos tomando y hablando en grupo hasta que poco a poco la tensión del primer encuentro se fue aflojando con el correr de las cervezas. La noche transcurría lenta y enturbiada por algo impreciso: el gordo Verea jugueteaba con dos y hacía bromas que le festejaban constantemente, a las que también se sumaban Lucas y otra de las chicas pero como aislados o aislándose al mismo tiempo, Maxi, ensimismado, de tanto en tanto arrancaba las etiquetas de las botellas para doblarlas y lograr formas raras que de a ratos reclamaban la atención de todos y de a ratos quedaban olvidadas a un lado, y Matías y yo intentábamos avanzar con las otras dos. Después creo que en un momento Maxi, que en ese tiempo era el único experimentado en eso, me dijo al oído que tenía una tuca y fuimos a dar unas secas al baño, aunque cuando volvimos fue como si nadie hubiera notado nuestra ausencia y la escena se reorganizara para volver a repetirse. Pero él llegó poco después bastante más borracho que todos, puso una silla entre Matías y su chica y poco a poco se fue apropiando del terreno a fuerza de chistes y seguridades frías y precisas, con movimientos superficiales y monótonos que me devolvieron un espejo odioso y querible, y así como tantas veces nos habíamos potenciado, de la misma forma pero inversamente, con un regusto agrio en la boca, esta vez lo fui dejando afirmarse en el terreno, sentirse seguro e ir sentando sus intereses sin lugar a dudas para todos, y con la misma impavidez de cualquier otro día fui lanzando, a la vez que tomaba cada vez tragos más largos y rellenaba mi vaso constantemente, algunas indirectas que primero lo hicieron reír y luego, poco a poco, lo fueron tensionando y desconcertando mientras peleaba contra el ridículo y buceaba en el absurdo para encontrarle un sentido, y a su vez las chicas bostezaban ante el miserable duelo estúpido de gallos desconocidos, y parecidos, y diferentes, como dobles que reclamaran un solo espacio para sí mismos y que a la vez atinaran a dar manotazos tratando de no sucumbir ante la lava densa que los cercaba desde abajo y que, por extraño que pareciera ahora, alguno de los dos o uno solo en pos de ambos, o los dos a la vez, y así lo entendía en ese momento, aunque sin palabras o relatos precisos, había decidido afrontar de una buena vez.
     La noche en el bar, al menos para mí, terminó cuando el gordo Verea, sorprendido, preguntó qué pasaba y casi que golpeó la mesa mientras él se paraba sin saber muy bien para qué, y yo también me paraba, casi a la par, y yéndome brusco, con pasos que intentaban ser tan seguros como los que da un borracho forzando el equilibrio para probar su sobriedad, pedía disculpas justificado en la cerveza, sin mirar a nadie, y los dejaba atrás extrañados y distantes. Cuando salía me acodé en la barra casi como cayéndome y le pedí a Jano que me vendiera otra cerveza. Jano me observó un instante y giró para sacarla, en ese momento miré hacia el fondo y comprobé que no podían verme, que los tabiques del bar tapaban la perspectiva, y entonces, como si sintiera una autocompasión estúpida, deseé que lo pudieran hacer, que entendieran que algo desconocido me superaba, pero no bien tuve la cerveza me fui sin decir palabra ni atinar a volver, como olvidado de lo anterior. Ya afuera caminé algunas cuadras haciendo eses, o eso veo en mis recuerdos, con la cabeza en blanco pero de a ratos insultando en voz alta y hasta creo haber querido pelear o haber provocado a alguien, y hasta haber ensayado algunos golpes en el aire mientras avanzaba por calles que semejaban una película clase b en colores sepia que poco a poco fuese fundiendo a negro.
     Luego todo entra en un plano distinto, cercano al sueño, como de espejos rotos y refracciones, porque de pronto es como si todo se silenciara y yo estuviera sentado sobre el cordón de una calle desierta, sintiendo tan sólo la cara húmeda y el cuerpo cansado, lo demás se me escapa o no puedo entenderlo o es que simplemente no veo nada más y ni siquiera hay nada más que un cordón, cemento y una cerveza rota. Estoy así un buen rato, mirando el pavimento, de vez en cuando estiro las manos como hablando conmigo mismo o con alguien que me habita pero con el que no logro ponerme de acuerdo, y eso a la vez me sumerge en algo denso. Comienzo a vomitar, las arcadas se repiten unas cuantas veces, pero al levantar la vista, con los ojos quebrados y el aire pujando por entrar en los pulmones, como si hubiera un cielo otro, en penumbras, veo que una casa, enfrente, hacia adelante, tiene las luces encendidas y brillan poderosas en la desolación de la noche, aunque pareciera que un viento tenue pero determinante sacudiera su existencia y golpeara las ventanas, las puertas y todo lo que hubiese adentro. Entonces me paro y camino como si algo antiguo y primal me llamara, como si de todas formas no quedara otra opción, y mientras me acercó a la vez lento y decidido veo una ventana o una puerta que también es un espejo o es un espejo puerta o ventana que a la vez refleja y muestra tanto un lado como otro, o ambos lados a la vez, y entonces adentro hay gente cantando o gritando palabras extrañas y maravillosas, y papeles rotos, desparramados, y muñecos, y un niño pescando junto a su padre, y grietas sobre una pared junto a otros dibujos, y libros, aunque también Emilia o una parrilla con dos sombras definidas y oscuras y tres puntos rojos que humean en la noche, pero a la vez, del otro lado, y, de alguna forma, también adentro, yo, más alto y mejor preparado, con la barba recortada, y más feliz, o así parece, y distinto al que de este lado intenta entrar y que está como ensimismado, y a la vez se revisa los bolsillos como pensando en pagar algo o buscando una llave precisa, y en el mismo momento en que gira otra vez hacia atrás como para tomar el impulso final o permitirse temer y se vuelve para intentar entrar en eso que ve, o cree que ve, y quizás sólo semeja un sueño o el sueño de los días por venir, tan sólo parece alguien librado a lo misterioso y cierto de los días, y después ya nada puede saber o precisar más que una mezcla infinita de luz y oscuridad en que el olvido se presenta bajo la cara de la duda y el relato.

Oda al Rey depuesto

Pero aunque el Cancle
nuestro Cancle
activo y bamboleante
soportando el peso en una y otra pierna
los ojos agudos y precisos
como bolitas deslizándose en la ruleta
giró el cuerpo y amagó entrarle
soberbio altivo
con la derecha recta y al ombligo
y a la vez
pero casi un poco después
lanzó la zurda torva y desprejuiciada
semejante a una tropilla salvaje
el otro
acaso tras haber percibido su gesto
el gesto neutro y frío del Cancle
o la grieta en el futuro con que jugueteaba impúdico
y que se imponía como sentencia de burócrata
el otro tras eso
o tal vez tras notar lo helado de la humedad en su espalda
apenas rozó su cintura
danzante y oscuro
siniestro y equivocado
pero sin dar tiempo a nada
casi como a la par o anticipado
casi como planteando el imposible de que su mano derecha
pudiera deslizarse
rápida y sinuosa como el discurrir de las palabras
entre el pantalón y la remera
y en el mismo acto
pero casi un poco después
y en discreta disputa con la suerte
encajarle cuatro puñaladas sordas y brutas al Cancle
cuatro puñaladas como de gallo matarazzo devenido crupier
y hasta aun sabiendo que eso era demasiado poco
demasiado bajo
pero también suficiente y definitivo para Cancle
nuestro Cancle
un tipo de códigos
un bailarín ágil solidario y elegante siempre dispuesto para la escena
un poeta
el último burócrata de la violencia
atreverse a rematarlo ya en el piso ante la mirada atónita de los amigos
y la mueca expectante y retorcida en la boca del Rey
en la ya estúpida y olvidable boca del Rey vacante.
Muchas veces (o, mejor, casi todas), el lenguaje también es una evidencia. Más que nada en ciertos contextos. En cualquier fucking muro retórico se pueden encontrar grietas que permitan asomarse al ghetto mental de algunos. Basta prestar un poco de atención.
Ejemplo práctico (para enseñar a los alumnos en el pizarrón):
-Dijo Galtieri durante el conflicto de Malvinas: "Si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla."
-Dijo Gioja cuando lo consultaron acerca de la reglamentación de la Ley de Glaciares: "Si quieren venir a hacer el relevamiento de glaciares, que vengan, nosotros vamos a colaborar." (Diario de Cuyo 01/03/11)
Como para andar con cuidado, no?